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Lucha libre de cholitas – El alto

Hay madres solteras a las que les toca trabajar duro. También hay algunas que están dispuestas a aguantarse heridas y golpes para ganarse la vida. Y sin embargo, en Bolivia, las cholitas que luchan a 4900 metros de altura dicen estar peleando en el cielo.

Jennifer es mala. Por eso todos aplauden cuando la empujan al suelo, y la ablandan a patadas, y le tuercen la garganta, y la arrastran tirando de las trenzas de su peinado de chola. Mientras la golpean, el público del Multifuncional de La Ceja en El Alto, en Bolivia, le tira botellas de plástico, huesos de pollo y tapas de gaseosas. Su cara es de sufrimiento. Está furiosa y adolorida. Es mala, pero orgullosa. Jennifer saca lo último que le queda de fuerza, empuja a su rival y le hace una zancadilla. Ahora, ella domina la situación. Salta sobre la cara de su contrincante y luego le dobla el brazo hasta hacerlo crujir. Entonces Jennifer se trepa a las cuerdas en una esquina, levanta sus brazos como si tratara de agarrar el abucheo del público en su contra, mira a su rival tumbada sobre la lona y se lanza a volar.

Vuela, y su vestido típico de chola aymara flamea sobre el aire.
Vuela, y sus ojos se clavan en esa víctima sobre la que dejará caer todo su peso.
Vuela, mientras estallan los flashes de los turistas gringos de la primera fila.
Vuela, saboreando la venganza de los malos.
Vuela, como un águila pesada que pierde altura.

Vuela, y medio segundo antes de aterrizar, su rival se mueve unos centímetros.

Jennifer aterriza con su cara en la lona. El golpe al tocar tierra es seco, suficiente para romper las costillas de cualquiera que no esté entrenado para la lucha libre. El público se ríe de su desgracia mientras ella, la mala de esta película en vivo, se retuerce como si la acabaran de atropellar. Minutos más tarde, después de recibir nuevas patadas y nuevos golpes de puño y nuevas llaves que le tuercen los brazos, la mujer recibirá la cuenta de uno y dos y tres y habrá perdido el combate. Bajará del ring entre gritos de ¡loca! ¡loca! ¡loca! Y los alaridos no se detendrán hasta que ingrese al camarín: ¡loca! ¡loca! ¡loca!

—En la calle también me gritan. Yo vivo aquí, en El Alto, y cuando voy por la calle me dicen ¡loca! —comenta. Su nombre de luchadora es Jennifer Dos Caras, aunque ahora habla como Ana María, su verdadera identidad.

Estamos en la zona de camarines del Multifuncional de El Alto, una ciudad boliviana vecina a La Paz, con un millón de habitantes a 4900 metros de altura. Según todos aquí, El Multifuncional es el gimnasio más alto del mundo. «Estamos cerca del cielo», dice el locutor que anuncia las luchas. El recinto, por donde pasean perros cojos y no tiene baños, alguna vez fue una iglesia. Durante los días de semana aquí se juega básquetbol y fútbol sala, a veces hay actos políticos y todos los domingos se desarrolla una nueva jornada de la lucha libre: un espectáculo que, gracias a las cholitas luchadoras, aparece en las guías de viaje y se llena de turistas extranjeros.

—¿Se golpean de verdad?

—Claro que sí. Todas aquí tenemos muchas lesiones, y por eso entrenamos tanto. Yo he tenido varias quemaduras por la lucha —dice Jennifer, y se levanta las mangas para mostrarme varias cicatrices en ambos antebrazos.

Jennifer Dos Caras es dura, incluso cuando habla como Ana María. Sin embargo, el argumento por el que dice que le gusta ser mala demuestra su bondad:

—El público se desahoga, se libera insultándome. Me gusta ser mala porque sirve para que los espectadores hagan una catarsis. Me gusta provocarlos, para que se liberen. Hace un tiempo fui buena, una temporada, pero me aburría.

Jennifer tiene dos hijos, uno de 14 y una de 7. A veces ellos la vienen a ver, pero a ella no le gusta. En su casa hay una colección de fotos de la madre volando con su vestido de cholita. Vive exclusivamente de la lucha, cobra unos 60 dólares por pelea, y ella mantiene la casa. Es soltera y no se ve con el padre de sus hijos:

—Soy sola y mala —y se ríe.

Nos hemos acostumbrado a que en Latinoamérica todo se lucha. Hemos aprendido que no hay verdadera causa, si no estamos dispuestos a luchar por ella. En épocas de crisis económicas, muchas manifestaciones políticas de la región terminan con el coro: «¡Morir luchando, de hambre ni cagando!».

En la zona de El Alto, donde las cholitas vuelan antes de caer a la lona, la mayoría de los muros están pintados con frases que juntan las palabras «Evo» y «Lucha». En ellos se anuncia que el presidente de Bolivia está luchando contra la pobreza, luchando contra el abuso extranjero, luchando contra el analfabetismo. «No dejaremos de luchar», dice Evo Morales el día que asume en su segundo periodo consecutivo como jefe de Estado. La lucha en boca de todos. La lucha como parte del día a día, en una Latinoamérica con 1200 muertos diarios por violencia urbana. La lucha como parte del discurso. La lucha como algo serio, nunca para la risa. El opuesto a la lucha de hoy en el Multifuncional de El Alto, donde los luchadores siempre provocan que el público estalle en carcajadas.

Comparados con la realidad, los luchadores de ring se ven como una caricatura a pilas. Como un juguete. Basta recordar El club de la pelea, la novela de lucha de Chuck Palahniuk, llevada al cine por David Fincher y protagonizada por Brad Pitt. En un momento, uno de los peleadores va al hospital por fuertes dolores. Le dice al médico que lo atienda rápido, que está sufriendo. El médico le responde: «¿Quieres ver sufrimiento de verdad? Visita el pabellón de cáncer testicular. Eso es dolor».

Nadie toma en serio los verdaderos dolores de los luchadores de ring. Tampoco el de las famosas cholitas de la lucha bolivianas.

Elizabeth es una cholita buena. Dentro del mundo de la lucha libre boliviana están los tácticos y los rudos. Las luchadoras cuyo perfil es el de ser malas son las rudas. Elizabeth, en cambio, es una cholita táctica.

Elizabeth sube al escenario luciendo un largo faldón de colores y un gorro gris de chola. El público la aplaude y ella saluda con los modos de una luchadora buena. El locutor de la velada le pasa el micrófono, y ella saluda a una niña del público que está de cumpleaños. La festejada, que no tiene más de 10 años y está en compañía de sus hermanos, padres y abuela, se llama Alicia. A la lucha libre boliviana llegan muchas familias completas, como la de Alicia.

—Mi niña, además de saludarte por tu cumpleaños, quiero decirte que estudies. Que nunca dejes de estudiar, para que te vaya bien en la vida. Además, no pelees con tus padres, que te quieren mucho. Que Dios te bendiga —le dice Elizabeth, desde el ring, y todo el público aplaude a esta cholita buena.

Para llegar a luchar el domingo, las cholitas luchadoras han pasado por toda una semana de preparación. Los lunes hay descanso. Los martes es la preparación física, con pesas, trote y abdominales. Los miércoles es descanso. Los jueves es de prácticas sobre el cuadrilátero. Los viernes es descanso. Los sábados es el ensayo general para el gran día, el domingo, hoy.

Elizabeth es gruesa y ágil, como todas. Salta frente a su rival hasta tumbarlo en la lona. Luego corre hasta las cuerdas, se abalanza sobre ellas como si fueran un elástico, y sale disparada con todo su vestido flameando hasta chocar con su contrincante.

—Me gusta que vengan tantos extranjeros. Eso demuestra que lo que ofrecemos es de gran calidad. Llevo cinco años en esto, y la verdad es que estoy muy contenta —dice Elizabeth fuera del ring, después de un triunfo fácil. Mientras habla, los niños de El Alto se acercan para abrazarla, para tocarla, para tomarse fotos.

Si bien cada domingo de pelea hay unos diez combates, la mayoría con hombres sobre el ring, son las cholitas las que han cambiado la cara de la lucha libre boliviana. En algunos puestos de videos de la feria de El Alto, un paraíso de mercancía robada y pirata, venden el legendario programa de El show de Cristina de junio de 2008: cuando varias de ellas estuvieron en el set con Cristina Saralegui. Para muchos, eso fue el comienzo del cambio. El inicio de la llegada de fotógrafos y documentalistas europeos, japoneses y de Estados Unidos. Y de ahí, el desarrollo de la industria turística en La Paz, que llena buses con turistas y los sienta al lado del cuadrilátero.

En primera fila, para ver en detalles y cerca del cielo a estas cholitas que vuelan mientras luchan por una mejor vida.

Carmen Rosa es buena y está tumbada en el piso, abajo del ring, cuando le parten un cajón de madera en la cabeza. El público chilla, insulta, pero el árbitro de la pelea no hace nada para detener el ataque a mansalva. La cholita Carmen Rosa, una de las más legendarias competidoras del cachacascanismo boliviano, ahora está combatiendo con ‘la Fiera’: un gordo de más de cien kilos y traje blanco ajustado. Desde hace un tiempo, tan llamativos como las peleas entre cholitas, son los combates entre un hombre y una mujer. El gordo apodado ‘la Fiera’, que promete no tener compasión, consigue otro cajón con qué pegarle a la cabeza de su víctima. Algunos turistas se espantan. Toman fotos con asombro mientras, a pocos metros, ‘la Fiera’ del traje ajustado le da golpes con objetos contundentes a una cholita querida por el público.

—¡Maricón! ¡Maricón! ¡Métete con un hombre! —le gritan desde todos los costados del estadio. Los niños, los padres, los abuelos, los turistas.

Gina Grey, 24 años, nació en Sacramento, estudió antropología en la UCLA y lleva un mes viajando por Bolivia. Llegó a mirar la lucha libre como parte de los recorridos imperdibles que venden las agencias de turismo de La Paz. Pagó 40 dólares por un paquete que incluye el traslado, el ingreso al Multifuncional, un vaso de bebida, una bolsa con palomitas de maíz, dos tickets para ir a un baño que está afuera del recinto y una artesanía en miniatura de una cholita. Junto a ella hay una veintena de jóvenes gringos, todos en primera fila, que llevan gorros bolivianos y mochilas artesanales. Gina me había dicho, con un español con acento de inglés californiano, que le parecía gracioso ver el espectáculo. Antes de los combates se le veía risueña. Les tomaba fotos a los niños bolivianos y a las abuelas con vestidos de chola sentadas entre el público. Sin embargo, de pronto, todo parece haber cambiado. Mientras el gordo de blanco golpea la cabeza de Carmen Rosa, Gina se enfurece y se suma a los gritos:

—¡Maricón! ¡Maricón!

El árbitro detiene la golpiza y obliga a los dos luchadores a subir al ring. Una vez arriba, Carmen Rosa renueva las fuerzas, tumba a ‘la Fiera’ y comienza a estrangularle el tobillo derecho. Todo se da vuelta en unos pocos minutos. El público la vitorea, mientras ella escala las cuerdas antes de saltar. Desde lo alto levanta los brazos y todos, incluyendo a Gina y sus amigos, la alientan con aplausos y vivas. Carmen Rosa, transformada en una vengadora de la violencia de los hombres contra las mujeres, se impulsa con toda su fuerza y vuela.

Vuela, y su vestido típico de chola aymara flamea sobre el aire.
Vuela, todavía con las marcas del cajón roto en su cabeza.
Vuela, mientras el público la ovaciona enardecidamente, como a la heroína necesaria.
Vuela, saboreando la venganza de los buenos.
Vuela, y ‘la Fiera’ no se alcanza a mover cuando ella aterriza.

Carmen Rosa deja caer toda su pesada carrocería sobre el pecho del gordo luchador. La victoria es seguida entre ¡vivas! que parecen derribar este pequeño estadio que alguna vez fue iglesia y que está tan cerca del cielo, a 4.900 metros de altura. Los turistas de la primera fila toman fotos, mientras las familias de las tribunas populares no se cansan de aplaudir.

El espectáculo de las cholitas luchadoras parece gozar de buena salud. Todos saben que, gracias a ellas, la lucha libre boliviana ha podido destacar frente a industrias poderosas latinoamericanas como la lucha libre mexicana o la lucha libre argentina. Tal es el éxito, que más de uno se declara el inventor del fenómeno.

Juan Mamani, conocido como ‘el Gitano’ y responsable del espectáculo, se anuncia como el inventor de tan lucrativa variante de la lucha libre: las cholitas luchadoras. Sin embargo, al poco tiempo de la aparición de estas luchadoras de vestidos largos, muchas de ellas se fueron a trabajar con la compañía dirigida por Benjamín Simonini, conocido por su nombre de luchador rudo ‘Kid Simonini’.

Más allá de las disputas entre dueños de compañías, hay un luchador que tiene pruebas de que todo fue invento de él. Su nombre es Édgar Zabala, aunque en el mundo de la lucha libre boliviana se le conoce como ‘Comandante Zabala’. Édgar tiene 45 años, un peinado con gel y la nariz rota en varias partes. Lleva más de 25 años en el ambiente y llegó al ring de la lucha libre tras un paso por el boxeo. Competía en categoría mosca, soñó boxear una final del mundo, y ahí comenzaron a romperle el tabique.

—La primera vez que hubo una cholita luchadora, fui yo —dice, serio, vestido con el traje militar con que en un rato saldrá a competir como ‘el Comandante Zabala’.

Cuenta que fue hace unos diez años, y que se le ocurrió salir al ring vestido de chola como una humorada. Como parte del lado divertido que siempre debe tener la lucha libre. Lo que él no sabía, ni menos el jefe de la compañía, era el éxito que iba a tener ver a cholitas sobre el escenario. Rápidamente, ‘el Gitano’ comenzó a reclutar mujeres que estuvieran dispuestas a volar sobre el ring y aterrizar con sus costillas. A la primera convocatoria llegaron más de 50. Hoy en día, hay varias en lista de espera, para ser las futuras Carmen Rosa: la mujer que se sobrepuso a los golpes de cajón en la cabeza, y fue capaz de tumbar a su pesado rival en medio de los vítores de un estadio lleno.

Cuando uno llega a La Paz, es habitual cruzarse en la calle con cholitas, como se les dice «cariñosamente» a las mujeres indígenas que visten su atuendo tradicional. Las cholas, como muchos descendientes de los aymaras, son el símbolo de la discriminación de la cual han sido objeto los indígenas y campesinos en Bolivia. Sin embargo, dicha vestimenta también es señal de un prestigio propio de quienes mantienen los valores de una cultura antigua. Cuando uno sube a El Alto, la presencia de las cholitas se hace mucho más evidente.

Desde El Alto, donde está el Multifuncional de la lucha libre, se logra una vista panorámica y casi completa de la ciudad de La Paz. Ahí abajo está la capital, los grandes edificios, el palacio de gobierno y los hoteles donde se hospedan los turistas. Aquí, en cambio, las calles son de tierra, la gente sobrevive con el comercio ambulante y al menor descuido puedes ser víctima de un robo. El Alto es considerado una zona roja, en la que hay que andar atento. Sin embargo, la fama de los alteños tiene que ver más con la lucha que con los robos de poca monta.

Fueron los alteños quienes comenzaron la revuelta popular que terminó con la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, paso previo al presidente Carlos Mesa, antecesor de la llegada de Evo Morales al poder.

—El Alto es un bastión de Evo. Acá es zona roja, pero Evo puede caminar por aquí sin custodia y nadie le haría nada —me dice Alberto Medrano, un periodista de El Alto, gran promotor de la lucha libre boliviana.

La jornada de combate termina pasadas las nueve de la noche. El frío de los casi 5000 metros de altura se ha dejado caer. Los turistas se han subido a los buses para bajar hasta La Paz, mientras las familias de El Alto se van caminando hasta sus casas. Carmen Rosa, una de las luchadoras más legendarias, me dice que mañana es el día de descanso y estará con sus hijos. Me cuenta que es una mujer de trabajo, que los titanes del ring le han servido para tener una mejor vida, pero que tampoco es que gane mucho dinero. Dice que, de todas maneras, tiene otras ocupaciones porque tiene familia y la vida es lucha. Cuenta que los golpes más fuertes del domingo le duran hasta el martes. Y dice que esta noche, antes de dormirse, repasará en la cabeza sus mejores piruetas.

Seguramente Carmen Rosa, la mujer que bajó del ring sudada y golpeada, se dormirá tarde y cansada. Y, posiblemente, vuelva a revivir el momento en que sube a las cuerdas. Abajo del ring el público está enloquecido y la aplaude con rabia. Gina, la antropóloga, le grita ¡Maricón! a ‘la Fiera’ y vitorea a la cholita. En ese momento ella abre los brazos, mira a su rival, se da un impulso y vuela.

Vuela, con su vestido de cholita al viento.
Vuela, sabiendo que en su vida siempre se ha sentido una luchadora.
Vuela, sin ganas de aterrizar.

Por: JUAN PABLO MENESES / www.soho.com.co

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