“Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado “Farol de la otra Vida” fue materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más conmovedor.

Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban para caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.

Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por instantes.

No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.

A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo ningún gañido de lechuza.

Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.

Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de los llamados.

Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y respetuosa, dándose a balbucear un padre nuestro por las almas del purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.

Tiempo después desapareció del todo y, por lo visto, definitivamente.”

 

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